Hay bellísimos tatús dibujados sobre hermosas pieles que envuelven cuerpos apolíneos. Son los menos.
Cada cual es muy libre de hacer con su piel lo que le venga en gana –pintarrajeársela, agujereársela o darse friegas de amoníaco- pero si todavía no has cometido el error de marcar tu cuerpo cuan ganado vacuno, he aquí una serie de consideraciones a tener en cuenta. Tú mismo.
1. El tatú no sabe de futuro (pero el futuro existe)
Las personas suelen tatuarse en el apogeo de su esplendor físico, esa estrechísima franja de tiempo que transcurre entre los 14 y los 22 años, con suerte. Dado que la popularización del tatú en nuestro país es un acontecimiento relativamente reciente se empiezan a ver en playas, piscinas y saunas las primeras generaciones de tatuados talluditos.
Nada realza tanto un fornido bíceps veinteañero como un tatú tribal (ver foto) pero el veinteañero es hoy cuarentañero y ¡ay! dos décadas de sedentarismo, cañas y tedeté han convertido su fornido brazo de antaño es una informe masa muscular en la que el tribal, otrora recio, cuelga lánguido, como cruel burla del paso del tiempo.
2. El tatú saca una foto fija (pero la vida es móvil (y móvil es Vodafone))
Aquella enorme cruz gamada que lucía el espectacular torso de Edward Norton era el peaje al período de feroz fanatismo que hubo de pagar el protagonista de “American History X”. Después de pasar por la cárcel y conocer la molicie que esconde el supremacismo, un Norton redimido –con flequillo donde antes había cráneo rasurado- reniega del nazismo pero ¡ay! la esvástica le recuerda en el espejo cada mañana aquel que fue y que ya no es.
Dirán Vds. que existen métodos probados para borrar los tatús, pero intenta eliminar de tu pectoral una cruz gamada del tamaño de la cabeza de un niño chico. Ni con salfumán. Opción B: añadir trazos hasta convertir la esvástica en una pieza de Tetris.
Tal vez el ejemplo (ficticio) del nazi redimido Derek Viyard sea exagerado pero seguro que Vds. tienen en mente algún otro caso de tatú que dejó de representar a su dueño: ese amor eterno que duró lo que dura un corto invierno (“Winona forever”); ese motero que inmortalizó su pasión por la Harley tatuándose el águila preceptiva en la espalda y ahora conduce un monovolumen; ese miembro de la mara Salvatrucha que aspira a convertirse en profe de yoga pero no puede porque tiene la cara hecha un cromo…
La tragedia del tatú es que al final uno se ve obligado a seguir comportándose como manda el tatú, más cuanto más visible sea éste.
3. El tatú individualiza…¿sí? ¡No!
Hacerse un tatú se ha convertido en una especie de rito de paso a la mayoría de edad para jóvenes y jóvenas, como ponerse tetas (ellas) o, en tiempos, llevar el chaval a putas (ellos). Así, su presunta condición individualizadora queda neutralizada por su democratización: al final todo se reduce a elegir entre el catálogo disponible un modelo que se ajuste a nuestro carácter, personalidad, ingresos y extracto social. Un ítem más a degustar en la inabarcable oferta que nos brinda la economía de mercado. ¡Qué tiempos en los que sólo los piratas, los yakuzas y los presidiarios presumían de tatú!
Recientemente leí las declaraciones de un preboste del Real Madrid, diciendo que el modelo de hombre que “se llevaba” (sea lo que sea esto) era Cristiano Ronaldo, un tipo que ha declarado su piel espacio libre de tatúes, superando el paradigma “obsoleto” de Beckham, la antigua estrella del club blanco, propietario de una epidermis como de marino mercante. “Los aficionados del Real Madrid ya no llevan tatúes”, afirmaba con seriedad el aludido. ¿De veras? ¿Se los han borrado todos desde que llegó el portugués y cambió la moda?