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El teléfono inmóvil

Como una rémora del siglo XX el teléfono inmóvil permanece en millones de hogares, cada vez más silencioso, desperezado de vez en cuando por la llamada del algún familiar, de alguien que se confunde de número o de una teleoperadora de timbre andino que llama desde alguna lejana latitud en la que su día solar apenas coincide con el nuestro.

El teléfono inmóvil contempla a su hijo pródigo y certero verdurgo, el teléfono móvil, desde su estática estupefacción, consciente de su inferioridad genética: no sólo está eternamente vinculado a esa maldita pared, sino que es incapaz de emular las cabriolas de su vástago: enviar y recibir mensajes, cambiar el timbre a capricho, tomar fotos o albergar en sus circuitos un titipuchal de diversiones, en forma de música, imágenes, juegos y demás ítems para el aturdimiento de la mente del usuario.

Desde el rincón en el ángulo oscuro, rodeado de macetas o tal vez colgado del muro, como el icono de una religión olvidada, el teléfono inmóvil ve pasar a los habitantes de la casa, atentos cada cual a las instrucciones que recibe de la pantalla de su teléfono móvil: «A las 7 donde siempre», «¿no me vas a contestar nunca?», «podíamos hacernos un cine», «no puedes imaginarte cuanto de echo de menos»…

Al teléfono inmóvil le cuesta recordar cuándo fue la última vez que alguien llamó y se quedó en silencio al otro lado de la línea, intentando no ser reconocido por quien no debía haber cogido la llamada. Al contrario que su vástago, el heraldo o e góndola, eran incapaces de reconocer el número del teléfono que llamaba, pero no por ello era menos indiscreto que el omnisciente teléfono móvil: el teléfono inmóvil delata la presencia del habitante del hogar, un dato de extrema valía a la hora de tramar citas, conquistas y crímenes.

Hemos convivido tantos años con el teléfono inmóvil que hemos llegado a pensar que es un eslabón ineludible en la evolución hacia la comunicación ubicua y permanente. Esto es efecto de la clásica miopía primermundista: la mayoría de los habitantes de la mayoría de los países del mundo han abrazado con la fe del converso al teléfono móvil sin haber visto jamás un teléfono inmóvil, ese extraño, voluminoso y poco versátil aparato que sigue reinando en las mesillas de las familias, casi siempre silencioso.

Para los que están despertando al mundo en el siglo XXI frases como «¿Está Laura? («¿madre o hija?») o «llámale en un rato que ahora está en el baño», «no te enrolles, que es conferencia» o incluso «está de viaje hasta el próximo lunes. Déjeme sus datos para que le pase el recado» (¡el recado!) resultarán tan extemporáneas como los serenos, las escupideras o las corridas de toros. Tal vez cuando vean a Tony Roberts en «Sueños de seductor» (1972) llamar insistentemente cuantos teléfonos inmóviles se topaba, anunciando el número en el que va a estar disponible en las próximas horas piensen para sus adentros: «¿Por qué no se pilla un móvil?»

El teléfono inmóvil amortigua la soledad en invierno y está lleno de voz de madre. A pesar de sus limitaciones e imperfecciones, el teléfono inmóvil (hay quien también lo llama «fijo») resulta entrañable y anacrónico. Por eso se le quiere, y sobrevivirá a una recua de teléfonos móviles desde su silenciosa poltrona.

Puedes escribir un comentario o, si lo prefieres, dejarme un mensaje en mi teléfono inmóvil 369 07 88, con el 91 primero, si llamas desde fuera de Madrid.

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