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Esa maldita pared


Ahí está la pared que no deja que nos acerquemos.
Esa maldita pared yo la voy a romper algún día
Bambino, “La pared”.
La sensación de que somos un yo finito y desgajado del resto del mundo es una ficción útil, en tanto nos impele a comportarnos como entes autónomos, preocupados de nuestra supervivencia. Al mismo tiempo es una fuente de neurosis, al sufrir el individuo la separación con sus semejantes y con la Naturaleza, originando un aislamiento que puede llegar a ser angustioso: la maldita pared”, que cantaba Bambino, o el “muro de metacrilato”, que separaba a Kiko Veneno de su amante. Pero la pared no sólo se alza entre dos personas sino entre cada una y todos los demás. De ahí brota aquel lamento de Sartre: “El infierno son los otros”.
La maldita pared no es otra que el yo, la estructura psíquica que conforma el individuo a los 18 meses de vida, al tiempo que lo separa del resto del mundo, empezando por su madre, con quien hasta entonces formaba una unidad. Es lo que el psicólogo Winnicott describe como “sentimiento oceánico”, un magma indiferenciado de respiración, carne, olores y miradas del que somos expulsados para convertirnos en seres autónomos y libres, pero también frágiles y solos. Es precisamente la incapacidad para distinguir los propios límites una de las características de la psicosis, la comunión neurótica con ese paraíso de unidad.
En un intento de recuperar esa unión perdida acudimos a la religión (del latín “religare”, volver a unir), al yoga (el “yugo”, en sánscrito, que vuelve a unir lo separado) o las prácticas extáticas, desde la danza a la meditación o las drogas visionarias, que nos liberan de las cadenas del yo y nos reconcilian con la unidad. Como describen Vaughman y Walsh en “¿Qué es una persona?”,

“(…) Al no haber identificación exclusiva, el sujeto y el objeto, son percibidos como una y la misma cosa (…) cada persona se autovivencia también como exactamente lo mismo que, o idéntica a, todas las demás personas. Si se parte de este estado de conciencia, las palabras con que los místicos proclaman que “somos uno” tienen perfecto sentido como experiencia literal. Si no hay nada que exista salvo el propio sí mismo, la idea de hacer daño a “otros” no tiene sentido alguno (…)”

Pero el intento de recuperar la unidad es una lucha contracorriente frente a una fuerza mucho más poderosa: la máquina de producción, que promueve y ahonda esta separación original. La publicidad, la escuela psicológica más sofisticada en la búsqueda de las debilidades humanas, ensalza la individualidad porque es ése el terreno en el que somos más vulnerables y, por tanto, más proclives a consumir.
Lo que no significa que la vuelta a los orígenes pase por negar la racionalidad, como erróneamente concluye una corriente del movimiento de la nueva era. Como ha explicado Ken Wilber mucho mejor de lo que yo soy capaz (“falacia pre/trans”), la única forma de rebasar la racionalidad es transcenderla, esto es, integrarla y superarla, no negarla para volver a estados infantiles y atávicos. La pared que quiere derribar Bambino no cae a golpe de piqueta sino penetrando en el terreno transpersonal para acceder al limbo de la supraconseciencia.
Gracias, Leticia, por asesorarme en la terminología psicológica.

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