
El gélido recibimiento a la máquina para hacer hielos
“Ya saben fabricar hielo… eso es meterse en el terreno de Dios. Ahora van a llevar su irreverencia blasfema hasta el extremo de fabricar sangre”.
Estas palabras fueron pronunciadas por el papa Gregorio XVI a raíz de la invención del precedente del electrodoméstico que hoy preside nuestras cocinas: la nevera. El inventor Jacob Perkins tuvo que enfrentarse en 1834 a la incomprensión para comercializar algo tan revolucionario para la época como una máquina capaz de refrigerar.
Algo parecido le ocurrió a John Gorrie, el dueño de la primera patente de una máquina para fabricar hielo. Aunque su historia podría parecer una de esas en las que el protagonista logra hacer historia con un revolucionario artilugio que marcó un antes y un después, la de Gorrie es más bien una historia en la que el miedo a lo nuevo acaba por amargarle la vida al creador. Atentos.
El negocio de la importación de hielo
Gorrie nació en 1803. Dos años después, un joven empresario de Boston tuvo una idea que se convertiría en su forma de vida y en la ruina del recién nacido Gorrie. Su nombre era Federic Tudor y se planteó si era posible recoger las placas de hielo que se formaban de forma natural en Nueva Inglaterra y transportarlas en barco hasta puntos más cálidos del continente americano.
La idea habría sido perfecta, de no ser porque los primeros envíos, que tenían como destino la isla caribeña de Martinica, acababan con una importante cantidad de hielo derretido. Así, Tudor pasó los siguientes años investigando cómo aislar el hielo para perder la menor cantidad posible durante la travesía. Tras decidirse por el serrín como elemento aislante, el negocio de Tudor no paró de crecer. Con varios almacenes de hielo y asociándose con el inventor de la sierra, que permitía cortar los grandes bloques de los estanques de Nueva Inglaterra, Tudor llegó a enviar decenas de miles de toneladas de hielo a puntos de todo el mundo antes de 1850.
Mientras la carrera empresarial de Tudor corría como la pólvora, el joven Gorrie llegaba a Apalachicola, Florida, para ejercer de médico. Además de complementar su escaso sueldo trabajando en la oficina de correos y como notario, Gorrie se preocupó por las enfermedades tropicales que afectaban a la zona, especialmente en 1841, cuando la fiebre amarilla se cebó con la población.
Gorrie descubrió que la enfermedad tenía cierta relación con las elevadas temperaturas y la humedad. «La naturaleza se encarga de terminar con la enfermedad cambiando de estación», anotó. Sin saber nada del mosquito que transmite la fiebre amarilla, el médico concentró todos sus esfuerzos en combatir la enfermedad desde el punto de vista térmico. Así, el lugar en el que descansaban sus pacientes fue el escenario elegido para uno de los mecanismos que ideó Gorrie como método de refirgeración. Se trataba de un simple recipiente con hielo y un agujero que, colgado del techo, distribuía el aire fresco de los bloques de agua congelada.
La máquina de hacer hielo
Así, de una manera o de otra, es bastante probable que Gorrie fuera cliente de Tudor o que, al menos, dependiera del hielo que este distribuía por medio mundo. Ese era, básicamente, el gran problema al que se enfrentaba el médico. Necesitaba hielo y los suministros eran limitados y muy caros debido al transporte, así que se veía obligado a buscar la forma de crearlo él mismo.
Así llegó a inventar la máquina cuya patente le sería concedida en mayo de 1851. Basándose en el enfriamiento de un gas cuando se descomprime, Gorrie había logrado fabricar hielo. Ahora solo le faltaba luchar contra la industria liderada por Tudor para comercializar con éxito su invento.
Antes de obtener la patente, Gorrie presentó oficialmente su máquina. El momento elegido por el médico y ahora inventor fue la recepción organizada por el cónsul de Francia para celebrar el Día de la Bastilla. Así, Gorrie escogió un caluroso 14 de julio en el que el hielo de importación ya se había acabado, y un evento en el que el vino no iba a faltar.
Algunos de los invitados no parecían muy cómodos con la idea de tener que beber vino caliente en un día tan caluroso. Entonces, el cónsul dijo: «En el Día de la Bastilla, Francia dio a sus ciudadanos lo que querían y hoy el cónsul le da a sus invitados lo que ellos quieren: vinos frescos».
De pronto, los camareros aparecieron con bandejas en las que llevaban vino espumoso en recipientes con… ¡Hielo! El milagro del doctor Gorrie causó sensación, y así fue como consiguió financiación para comercializar su invento.
Sin embargo, como le ocurrió a Perkins, el médico tuvo que sufrir que muchos consideraran su invento una blasfemia. Tras la muerte del principal socio que financiaba la comercialización de su máquina de hacer hielo, Gorrie cayó en desgracia. Los continuos ataques de la prensa ridiculizando un invento que era considerado un ataque contra Dios hicieron que el resto de inversores desaparecieran.
El médico siempre sospechó que Tudor estaba detrás de toda esta maniobra mediática para acabar con su invento. «Algunas causas morales se han puesto encima de la mesa para evitar el uso de la máquina», llegó a escribir. Sin dinero y sin fuerzas para luchar por su creación, Gorrie murió en 1855 con tan sólo 51 años por un colapso nervioso.
Antes, había reflexionado sobre el fracaso de su invento. «La refrigeración mecánica llegó antes de que el país la necesitara», escribió. Derrotado por Tudor, Gorrie solo pudo ser reconocido con el paso del tiempo. El inventor de la primera máquina capaz de fabricar hielo tiene una de las dos estatuas que el estado de Florida ha donado a la National Statuary Hall Collection del Capitolio.
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Con información de Wired, 20 Minutos, National Museum of American History y Smithsonian Mag
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