Por fin tengo Whatsapp. La gente de Vodafone ha tenido a bien regalarme un teléfono inteligente, de inmensa pantalla con el que mensajearme gratuitamente con mi cuadrilla. Esa misma cuadrilla que me venía marginando de sus comunicaciones desde hace un año porque, decían, era un “amigo caro”, entendiendo por “caro” los 15 céntimos que les costaba enviarme un SMS.
Una semana después de su adopción puedo constatar dos cosas: 1) gracias a mi condición de amigo barato he recuperado la comunicación con mis allegados y 2) mi capacidad de concentración ha mermado varios enteros, al mismo ritmo –imagino- que la de los que me rodean con su smartphone, que son/somos legión.
Lo cotidiano nos acaba resultando normal, pero no deja de ser chocante que en un grupo de cinco personas, raro sea el momento en el que alguno de ellos, si no todos, están consultando el móvil, desde la última actualización de Facebook al casi venerable SMS, pasando por supuesto por el Whatsapp, el último gran distractor del momento presente. Una amiga mía, más veterana en esto de la mensajería por móvil, me cuenta que recibe del orden de 500 whatsapps al día, del orden de uno cada dos minutos en las horas de vigilia.
Se podrá alegar que esto siempre ha sido así desde que el móvil irrumpió en nuestras vidas, pero en realidad ha sido incremental, una caída por una pendiente deslizante que nos lleva a la conexión total con nuestros contactos en la distancia o, visto de otra forma, la desconexión absoluta con el aquí y ahora. Las etapas en este tobogán han sido, a grandes rasgos, las siguientes:
El “puñetín”: llamadas y mensajes
Desde su nacimiento, el móvil ha sido el interruptor por antonomasia del presente. El timbre de llamada o el aviso del mensaje entrante sacaban al usuario de la tarea en la que estuviera involucrado en ese momento para llevarle a otro sitio, el que determinara su interlocutor. A principios de los 90, las llamadas costaban un riñón, así que el móvil clásico podía sonar una o dos veces por hora o ninguna en todo el día, dependiendo de la popularidad u ocupación de su propietario.
Un ‘early adopter’ de libro.
Los que tardamos en adoptar el invento nos escandalizábamos entonces de que aquel intruso del que ostentaban los “early adopters” osara capaz de interrumpir una conversación o violar un espacio de silencio con su impertinente llamada, generalmente en forma de “tono Nokia”. Más tarde, todos claudicamos y nos quedamos sin argumentos para criticar al prójimo. Hasta Millás dejó de meterse en sus columnas con los usuarios de móvil una vez su parienta le regaló uno.
Así, todos acatamos que cuando el móvil suena, se le atiende. Su timbre es un ordeno y mando. Su vibración, una demanda tan inaplazable como el llanto de un bebé.
Internet en el móvil: el trabajo fagocita al ocio
En torno a 2005 observamos con conmiseración cómo nuestros amigos eran forzados por sus empresas a acarrear la BlackBerry. “Pobres”, pensamos, nosotros que éramos más internautas que Vinton Cerf. El linde entre la vida privada y la profesional se había roto para siempre: el trabajo te perseguiría más allá de las paredes de la empresa, más allá de los muros de los viernes.
No tardamos mucho en querer también el correo en el móvil. Los iPhones y los Androides tardaron cero coma en convertirse en un estándar y las huestes del sistema de interrupciones contaba con un nuevo soldado en su batalla contra la concentración y el silencio. Si el móvil arcaico podría sonar 20 o 50 veces al día, no es descabellado recibir 200 correos en ese mismo período. Como explica Nicholas Carr en su controvertido libro ‘Superficiales’, “desde su mismo diseño [basado en el hiperenlace] Internet está concebido con un sistema de interrupción”. Y eso es lo que hace.
Lo más probable es que el correo entrante, con su soniquete demandante, no sea más que un reenvío de una lista o un correo comercial o tal vez un mensaje colectivo de alguna lista a la que un día nos apuntamos pero… ¿quién se resiste a mirarlo, en la virtualidad de que sea una cariñosa misiva de un viejo amigo del que hace eones que no sabemos o un mail de amor (¿existe tal cosa?)?
Whatsapp: bienvenidos a la comunicación perpetua
Pero la capacidad de generar soniquetes del correo es peaunts comparado con ese invento del demonio que es el Whatsapp. El libro de Carr que mencionaba arriba está escrito en 2010 pero resulta ingenuamente anacrónico cuando el autor se lamenta por la creciente incapacidad de concentración de los oficinistas, “que consultan el mail entre 20 y 40 veces por hora”. Juro que he visto a amigos mirar la pantalla del móvil otras tantas veces en un cuarto de hora. Y no son adolescentes.
Del grupo de amigos que toman una caña en feliz francachela, al que no le suena el double check de Whatsapp mirará el móvil de tanto en tanto para comprobar que no se ha quedado sin cobertura o sin batería, las dos plagas contemporáneas del ciudadano del siglo XXI.
Que tener móvil es preferible a no tenerlo lo demuestran los 5.000 millones de líneas que existen en funcionamiento en el mundo. (5.000 millones de moscas no pueden estar equivocadas). Partiendo de esta premisa, cualquier crítica a la tecnología o a sus consecuencias se considera un rasgo de involucionismo o, peor aún, un grito neoludita que sitúa a quien lo profiere a la altura de Unabomber.
Lo cierto, sin embargo, es que la fijación constante en el móvil y sus tentaciones distractoras genera un déficit de atención, como de sobras saben padres y maestros. Yo, sin ir más lejos, tuve que escribir este artículo a mano y en un cuaderno de anillas, con el móvil en silencio, incapaz como soy de resistir a los cantos de sirena del Whatsapp o a la tentación de la documentación constante.